sábado, 24 de octubre de 2009

El cristiano en el mundo

Los cambios sociales y políticos que se viven en la actualidad son un tema que no pasa inadvertido a cualquier persona medianamente informada, sea cual fuere la región en que vive. A nivel global, se está trabajando en la construcción de un nuevo orden mundial, que implica la alteración de las estructuras sociales conservadoras para avanzar dentro de una corriente de pensamiento denominada “progresismo”.

Desde la perspectiva cristiana de las cosas, estos cambios sociales que pretenden imponer los centros de poder internacionales no pueden ser admisibles ni tolerados, aunque no debe sorprendernos que, mientras se acercan los días del gran juicio final de Dios sobre la tierra, la realidad se siga pervirtiendo, cual Sodoma y Gomorra. Es bíblico admitirlo.

El cristiano no debe permanecer ajeno a esto, y mucho menos, su rol no puede ser pasivo.

La definición de familia está pretendiendo ser reformulada, cuestionando lo admitido desde siempre: que se fundamenta en la unión estable, permanente entre un hombre y una mujer. De hecho, con la introducción del concepto de género, como construcción cultural de la sexualidad, ya no es determinante la heterosexualidad de la unión, ni la condición natural de ser hombre o mujer, sino que – desde el mismo – cada cual es lo que quiere ser y tiene derecho a que la unión que formare sea reconocida por el Estado con todos los derechos inherentes a lo que, hasta hace tiempo, solamente se hallaba reservado para el matrimonio. Una locura.

De hecho, la sexualidad – de ser un tabú (lo cual era incorrecto) – hoy ha pasado a ser el reflejo de la liberalización moral de nuestra sociedad, puesto que – al desvalorizarse la familia, el matrimonio y la fidelidad – ha perdido el valor que Dios en su Palabra le ha otorgado, es decir, se la ha des-sacralizado.

Asimismo, el hombre mismo ha desafiado a Dios, excluyéndolo de su realidad, de su existencia. En el proyecto de Constitución Europea, del año 2004, se pretendió excluir toda alusión a Dios, omitiendo la innegable tradición histórica del cristianismo en ese continente, a lo largo de los siglos. En los tiempos actuales, a nivel político cada vez se pretende excluir más la influencia ideológica del cristianismo o cualquier otra creencia de fe, puesto que se ha impuesto el paradigma del humanismo autosuficiente y se ha idolatrado a la razón, como fuente de verdad y justicia (título que se otorgaba a Dios en las Constituciones del siglo XIX).

No obstante, en este contexto de postmodernismo – me animo a decir, previo a los tiempos del Anticristo -, Dios nos llama a movernos, a levantarnos, a brillar, a resplandecer, a hablar, a predicar y a influenciar, con la misma intensidad que en los tiempos en que los Evangelios fueron escritos. A pesar del pesimismo de mi descripción en los párrafos anteriores, es necio decir que los tiempos pasados fueron mejores (Eclesiastés 7:10).

El mundo siempre fue “el mundo”, y la Biblia siempre dijo que este sistema estuvo en contra de lo que es la voluntad de Dios (1 Juan 2:15). Así que, la exhortación de no amar el mundo ni las cosas que en él están fue válida para los cristianos del siglo I, V, XII, XIV, XVIII, XX, XXI… para todos. El cristianismo – en todo contexto histórico, político, social y cultural – es contrario al pensamiento del mundo. Al referirme al mundo, lo hago al significado bíblico de la Palabra: el sistema de vida de las personas del planeta Tierra que viven alejados de los principios de la Palabra de Dios, sin Cristo.

Ser cristiano, por eso, es siempre remar contra la corriente, nadar contra el pecado, navegar contra lo que, para el común de la gente, es normal. Y no podemos eludirlo. Jesús nunca lo hizo y fue claro: hay un camino de abnegación, de tomar la cruz, de aborrecer nuestra vida en este mundo y amar la suya (Mateo 16:24; Juan 12:25). Somos más que seguidores de una idea o moral, sino de una persona llamada JESUCRISTO.

El cristianismo no se reduce a la vida moral intachable o al ejemplo cívico y social que podamos dar. El cristianismo se trata de Cristo. Siempre nadamos contra la corriente cuando lo seguimos a Él y aborrecemos el pecado, mientras que el mundo sigue sus ideas y pareceres, incluso cuando, en ciertos tiempos de la historia, implicaba moralidad semejante a la cristiana.

El cristiano debe tener su raíz profunda y su convicción firme en Jesús y en su Palabra. Debe ser consciente que, sin ser de este mundo, estamos en él (Juan 17:16), y de que nuestra ciudadanía verdadera y definitiva está en los cielos (Filipenses 3:20). Solamente así, con ese fundamento inconmovible, podemos ser usados por Dios, para que manifieste su gloria y poder a través de nuestras vidas, de manera tal que “el mundo” lo vea a Él a través de nuestras vidas. Fuimos llamados a anunciar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2:9).

No se trata de moral, ni se trata de buenas costumbres. Es más que vida piadosa. Supera lo que implica una ideología. Se trata de JESÚS, Dios hecho hombre y único camino a Dios, al cielo, a la vida eterna…. Sí, el cristianismo se trata de Él y solo de Él, y de su poder para transformar vidas. Por ello, mientras estemos en esta vida, nadaremos contra la corriente. Su Palabra es nuestro único Norte inmutable, nuestro código de conducta, nuestro manual de instrucciones.

Si asumimos la posición, por fe, de ser hijos de Dios, esta es nuestra realidad en el mundo.

“El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).

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